El clímax de la conversación, aunque parezca absurdo, resulta de lo más natural:
-¿Sabe usted qué yace a la sombra de la estatua?
-Eh… No.
-¿Y sabría decir a qué puede ser candidato…?
-Eso sí. Pero no puedo decirlo. Eso… Lo siento, no puedo. Me matarían si lo cuento.
-De acuerdo: ¿es usted de los buenos o de los malos?
-Creo que se dan pistas contradictorias sobre este asunto.
-Entonces, ¿quiere decir que hay buenos y malos?
-Eso tampoco puedo decirlo.
-Ya. ¿Podría explicar de qué va la serie?
-No lo sé. De estar perdidos, supongo. Todos estamos perdidos.
Todos estamos perdidos, cierto, pero a grandes rasgos se podría afirmar que existen dos tipos de personas: las que pueden seguir esta conversación y las que no. Nos encontramos al borde del mar, en un lujoso hotel de Oahu (Hawai, Estados Unidos), la isla en la que se ha rodado el 99,9% de Perdidos, una de las series que han marcado un antes y un después en la ficción televisiva. En una caseta luminosa, un grupo de periodistas intenta sonsacarle lo que sea, alguna pista, cualquier cosa, sobre la sexta y última temporada a la actriz Zuleikha Robinson, más conocida como Ilana, que apareció tímidamente en La isla en la quinta temporada y cuyo personaje, según cree, se vuelve "clave" hacia el final. Porque esto se acaba. Quedan 18 episodios. El broche. Y aún hay cientos de misterios sin respuesta. El secretismo es atroz. Pero quizá la señora Robinson, más conocida como Ilana, cometa un desliz y suelte algún regalo sin darse cuenta. A poco que esté informada, debería saber "qué yace a la sombra de la estatua" de los cuatro dedos, en la que vivía desde hace al menos siglo y pico un tipo vestido con atuendo de profeta llamado Jacob -¿y quién demonios es Jacob?-, en esa isla, La isla, ilocalizable en mitad del Pacífico Sur, donde se estrella el vuelo 815 de la compañía Oceanic, dejando 48 supervivientes, y en la que un humo negro sale de las entrañas de la tierra para sentenciar a los pecadores, emitiendo un extraño ruido como de cadenas o engranajes; y quizá sea debido a los números 4 8 15 16 23 42 o al campo magnético bajo la escotilla, también llamada Estación Cisne; o quizá, simplemente, debió ser así, ya estaba escrito desde el principio de los tiempos. ¿Somos libres? ¿Podemos cambiar nuestro destino? ¿Cómo hemos llegado a esta locura? En fin. Las respuestas comienzan el 2 de febrero en Estados Unidos, una semana después en Cuatro. Y mientras tanto, todos andamos perdidos. O casi todos.
Un tipo bajito, rapado y con vistosas gafas de pasta, sostiene un mojito en la mano y el secreto en su cerebro. Damon Lindelof, el creador de esta fiebre, junto a J. J. Abrams y Jeffrey Lieber, es uno de los reyes del cóctel que ha organizado el Festival Internacional de Cine de Hawai en otro lujoso hotel al borde del mar. Es octubre de 2009 y este guionista lleva escritos siete de los 18 episodios que pondrán la guinda a la tarta. Trabaja en ello, cuenta, unas ochenta horas semanales. Casi nada. Con un corro de gente a su alrededor, sorbe el mojito a duras penas, atosigado a preguntas. Dice que se encuentra tranquilo, sin presión. Irónico: "No os preocupéis. Lo explicaremos todo. Hasta el Big Bang". No hay forma. ¡Que alguien le pida otra copa! "No le cuento nada a nadie. Ni a mi madre", dice antes de arremeter contra la cultura de spoilers [del inglés to spoil, estropear] que ha rodeado a la serie desde el inicio: "El final ha de ser como un regalo. Si tiene envoltorio, es por algo".
Una hora después, en una multitudinaria clase magistral en Waikiki, Lindelof comentará que a menudo se siente ridículo cuando intenta resumirle a alguien de qué va su criatura: "Verás, les digo, hay un tipo metido en una escotilla, pulsando un botón cada 108 minutos, porque cree que si no lo hace, el mundo se va a acabar…". El tipo tiene su gracia intentando eludir la cuestión clave. Cuando el moderador vuelve al ataque para arrancarle alguna pista, Lindelof sonríe: "Ahora entiendo por qué me habéis estado dando todos esos mojitos…". Debe de resultar molesto convivir a diario con uno de los secretos más cotizados. Añade que la pregunta, la gran pregunta que le suelen hacer, es si se lo ha ido inventando todo sobre la marcha. "La respuesta es: siempre hemos tenido un plan. Pero igual que en la vida, siempre que tienes un plan, tienes que presuponer que va a funcionar. Y muchas veces no funciona, y tenemos que pensar cómo lo enmendamos. Pero cuando empezamos a hablar de un final, cuando estaba terminando la primera temporada y a principios de la segunda, si es que nos dejaban acabar la serie… Ése es más o menos el final que estamos rodando ahora, y no lo cambiaríamos por nada en el mundo. Aunque la ruta ha sido tremendamente diferente de lo que habíamos imaginado, el destino es el mismo". Benjamin Linus, por ejemplo, fue uno de esos grandes aciertos fuera de ruta. El personaje, cuenta el actor Michael Emerson, iba a ser episódico. Un invitado en la segunda temporada. "Los guionistas querían ponerle rostro a la amenaza de La isla. Y me contrataron. Dijeron: 'Probemos con Henry Gale' [seudónimo de Linus], y si no funciona, pasamos al plan B". Su mirada cerebral, fría, casi telepática, entró a formar parte de la mitología de La isla. Un Ben atormentado se llevó el Emmy en 2009 por su interpretación en la quinta temporada.
Otro premio más. El éxito le llegó a Perdidos nada más nacer. Se estrenó en septiembre de 2004 en EE UU. Un doble episodio piloto, el más caro de la historia de la televisión. Costó 12 millones de dólares, según se publicó en el libro Dinsey War. La apuesta no era segura, pero el desastre del vuelo 815 de Oceanic lo vieron 18,6 millones de estadounidenses. Y el fenómeno se expandió al mundo. Hoy se puede seguir en 230 territorios del globo. La serie había nacido del empeño de Lloyd Braun, entonces uno de los jefazos de la cadena ABC, que buscaba un drama a medio camino entre El señor de las moscas, Náufrago y el reality show de moda, Supervivientes. Después de que el proyecto pasara sin pena ni gloria por las manos del guionista Jeffrey Lieber, el encargo le cayó a J. J. Abrams. Y J. J. llamó a otro prometedor guionista, Damon Lindelof. En su primer encuentro charlaron sobre Tiburón y La guerra de las galaxias; de una isla con un misterio profundo, de una escotilla, de Los otros y de Jack despertándose en la jungla. Crearon magia. Le dieron el toque fantástico que habría de sostener la ficción durante cinco o seis años. Si todo iba bien. Porque en televisión las certezas se miden en términos de audiencia. De hecho, el inspirador de esta gran novela en pantalla, Lloyd Braun, fue despedido antes de que se emitiera el primer episodio. Nadie en el canal pareció fiarse. Pero llegó el estreno y los misterios fueron apareciendo poco a poco. Un cable semienterrado en la playa llevó a los supervivientes hasta una francesa llamada Rousseau, una referencia al mito del buen salvaje del filósofo, y ésta les habló de Los otros: la isla en la que se habían estrellado no era una isla cualquiera. No estaba desierta. Con el tiempo se parecería bastante a la Gran Vía.
La primera temporada acabó con audiencias desconocidas desde hacía tiempo para la cadena, se alzó con seis premios Emmy, a la mejor serie dramática del año y la mejor dirección de una serie dramática entre ellos, y, sobre todo, cosechó una legión de fanáticos que se preguntaba qué era todo aquello que pasaba ante sus ojos. ¿El purgatorio? ¿Un sueño? ¿Una partida de ajedrez? Internet echaba humo con teorías, hipótesis, posibilidades y muchas, muchas descargas ilegales de quienes no podían aguantar a que el episodio llegara a su país. Se crearon páginas web como Lostpedia (de Lost y enciclopedia), una extensísima Biblia online con todo tipo de referencias, algunas tan curiosas como el número de puñetazos que se ha llevado el pobre Ben Linus a lo largo de los 103 episodios emitidos. Los seguidores miraban cada capítulo fotograma a fotograma, en busca de respuestas y de los Easter Eggs (huevos de Pascua), pistas supuestamente escondidas por los creadores en algún recoveco de la imagen, en una palabra, en cualquier gesto. Y las iban colgando en la Red para compartirlas y confirmarlas. Junto a todo ello, los spoilers de quienes aseguraban haber descubierto lo que ocurriría. Cualquier cosa servía: una foto del rodaje, un soplo, un guión extraviado.
"Por eso ya no mandamos nada por correo electrónico", contó Jean Higgins, una de las productoras ejecutivas, en otra clase magistral del Festival de Cine de Hawai. "Alguien cometió una vez un error y envió un guión sin querer a alguien que no debía. Casi inmediatamente apareció en todas las agencias. Los guiones y los horarios, o los entregamos en mano o no los damos. También me he visto obligada a mover camiones para bloquear la vista… Se hace lo que se puede para mantener el secreto. Aun así, por aquí veo gente que lo intenta todo para encontrarnos". Y mientras acababa la frase, dirigió una mirada incendiaria hacia un lugar muy concreto de la sala, donde se encontraba Anne Ponio, una oronda treintañera de San Diego (California, Estados Unidos) que en julio decidió mudarse a Oahu con su marido y su hija para vivir el final de la serie "lo más cerca posible". Pero antes de cambiar su residencia se aseguró de infiltrarse en el lugar correcto: la señora Ponio consiguió trabajo en el Kahala Hotel, casualmente el lugar en el que se organizan la mayoría de entrevistas de Perdidos. Ella es la jefa de desayunos. Y, casualmente también, mientras los periodistas se preparaban para conseguir algún titular de labios de Zuleikha Robinson, más conocida como Ilana, en aquella caseta al borde del mar, Ponio surgió de pronto, vestida con su uniforme de trabajo, una bandeja en la mano y un guiño cómplice: "¿Van a querer tomar algo?". Aquel día pasaron por allí los actores Michael Emerson (Benjamin Linus), Henry Ian Cusick (Desmond Hume), Yunjin Kim (Sun) y Jeff Fahey (Frank Lapidus). Y ella anduvo de un lado a otro, merodeando con sus dos cámaras -"siempre dos, por si se me acaba la batería de una de ellas".
Naveen Andrews, el actor que interpreta al ex torturador iraquí Sayid Jarrah, es uno de los que conocen su pequeño secreto. Él suele acudir al gimnasio del complejo hotelero y luego se toma un café o un desayuno. A veces charlan sobre sus hijos. Y él le sopla por dónde van a estar rodando. "Todo esto de la seguridad para que no salga ninguna idea se ha vuelto cada vez más paranoico", reconoce Andrews, que ha acudido a una entrevista en el Kahala vestido con una camisa colorida y el pecho al aire. Da una calada a su cigarrillo y prosigue, con su delicioso acento británico: "¿Qué coño podemos hacer? ¿Realmente es necesario todo esto? Supongo que sólo es por un año más…". El actor bromea sobre el final de una serie en la que empezó con 34. "He cumplido ya 40 malditos años, qué triste. No me esperaba esto. ¿Qué se supone que debo hacer ahora?". Hace tiempo, dice, que los miembros del equipo de Perdidos van cada uno por su lado. Pero durante 2004, cuando desembarcaron en la isla, con todo por delante y ningún conocido, solían participar en animadas actividades de grupo. "Recuerdo que nos juntábamos todos para ver los episodios. Socializábamos mucho más. Luego la gente empezó a hacer su vida. ¿Qué cambió? Supongo que el show se convirtió en una franquicia, con todo lo que eso implica". Y ocurrió también que dos de sus mejores amistades sucumbieron a la épica de los guionistas, en la segunda y tercera temporada. Abandonaron Hawai, volvieron a tierra firme, y a él se le quedó un regusto amargo en los labios: "¡Joder, mataron a M…!". Y no fue la primera.
Todos los actores recuerdan el ambiente enrarecido hacia el final de la temporada uno. Un rumor terrorífico se adueñó del reparto: los creadores querían matar a alguien, pero nadie sabía a quién. Cuando ocurrió quedó claro que el único personaje capaz de aguantar hasta el final, "aparte de Vincent, el perro", según bromeó Damon Lindelof durante la clase magistral, sería La isla. Oahu le ha conferido a Perdidos un aroma especial. La mayor parte del equipo y el reparto se acabó mudando al pedacito de tierra en mitad del Pacífico que bombardearon los japoneses en 1942. "La insularidad es parte de la burbuja", comentó la productora ejecutiva Jean Higgins en su charla. "Los actores todavía se llevan bien. ¿En qué serie ocurre eso? Aquí tienen su espacio. Van al supermercado y no les dan la brasa. Supongo que es parte de la actitud hawaiana de dejar estar". Mucho aloha, chanclas y buen clima. El equipo de producción ha logrado recrear el mundo sin salir de allí: el Chinatown de Honolulú fue transformado en Korea; un pequeño aeródromo al Norte se convirtió en el Aeropuerto Internacional de Los Ángeles (LAX); la catedral de St. Andrews acabó haciendo de facultad en Oxford; Oahu ha sido Australia, Irak, República Dominicana, Nigeria. Y por supuesto, la isla fantasma en la que se estrella el vuelo 815, a mitad de camino entre Sydney y Los Ángeles. Más o menos en una playa paradisíaca donde nadie conoce a nadie y todos pueden empezar de cero. Tabula rasa.
Terry O'Quinn se encuentra sentado allí, sobre la arena del campamento de los supervivientes, en Police Beach. Se oye el ruido de las olas. El viento acariciando los pinos. Con las piernas cruzadas, el actor tiene el aire iluminado de John Locke, su personaje. Viste como él. Habla como él. Le falta la cicatriz en el ojo derecho. Un detalle insignificante. Dice: "Todo es diferente si vives en esta isla. Es especial. He venido caminando hasta la playa. Soy el único que vive por aquí arriba, en la costa norte". Parece que el guión se le hubiera enganchado a las tripas: "Ahora tengo mayor confianza en mí. Soy mejor. Más fuerte. Pero me siento un poco inseguro sobre qué ocurrirá cuando abandone la isla. No sé si podré caminar en tierra firme". Habla de su carrera como intérprete, pero el paralelismo es inevitable. Locke, el hombre de fe. Él fue quien nos hizo creer en La isla, en su poder. Un minusválido en tierra, un perdedor; un líder renacido nada más estrellarse. En busca de sí mismo, de su papel. J. J. Abrams le dijo que al principio no tendría demasiada relevancia. Pero dio alguna pista de lo que estaba por venir en el piloto: sin haber pronunciado casi una palabra y con el avión humeante junto al mar, Locke le sonríe a Kate con una cáscara de naranja dentro de la boca. Inquietante.
En dos ocasiones, cuenta el poseído señor O'Quinn, se enfrentó a los guionistas Damon Lindelof y Carlton Cuse. Porque algo, dice, no encajaba. La primera, cuando le pidieron que lanzara un cuchillo a la espalda de uno de los personajes. Se negó. No era propio de él. Le respondieron con la certidumbre del creador, desde Los Ángeles: "Locke tiene que hacerlo. Él tiene que hacerlo. No tú. Él siente que ha de hacerlo". La otra, después de pasar innumerables episodios metido en la Estación Cisne, apretando un botón cada 108 minutos, porque creía que si no se acabaría el mundo. Les dijo: "Me estoy volviendo loco en la escotilla. Dejadme salir. Esto es estúpido. No lo soporto más". Los creadores respondieron desde el otro lado que todo era parte de un plan que aún no podía comprender: "Estás aburrido porque Locke está aburrido".
Pero llegó un tiempo en que los creadores también se vieron en un callejón. Ocurrió durante la tercera temporada. En lo más alto, después de ganar el Globo de Oro, con todas las grandes preguntas en el aire, pero sin saber si habría o no un final ni si tendrían control para hacerlo a su modo. Las audiencias comenzaron a decaer (en España, de TVE-1 pasó a La 2, cambió de día, de horario y después dejó de emitirse). La serie se volvía más exigente. Un delirio. Estabas dentro o fuera de La isla. Dentro o fuera de la escotilla. O te sabías los números de corrido o era mejor apagar la tele. "En un principio, los flashbacks resultaban interesantes: era emocionante saber cómo Hurley ganó la lotería o el pasado de timador de Sawyer", explicó Lindelof al público hawaiano. "Luego nos metimos a contar el origen de los tatuajes de Jack y dijimos: 'Basta. Hay que acabar con esto". En la serie, los protagonistas aparecían enjaulados porque los creadores se sentían enjaulados, según contaron en Hawai. ¿Cuánto podrían estirarlo? "Una serie como Anatomía de Grey puede seguir toda la vida. En Perdidos, nuestros personajes se estrellaron en una isla y tenemos que explicar cuál es su destino".
De pronto, las jaulas se abrieron. La conclusión de la tercera temporada fue como asomarse al abismo. Se rodó una de las muertes más sobrecogedoras de la ficción ("NOT PENNYS BOAT"); se concedió al espectador el primer atisbo de Jacob -¿quién demonios es Jacob?-. Y los guionistas decidieron llevarse a los personajes a su terreno: Jack y Kate, flashforward a Los Ángeles. ¿Salieron de la isla? ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Por qué? Ese año, 2007, la revista Time eligió a la serie entre las 100 mejores de la historia. Y la segunda, tras Los Soprano, entre los retornos más esperados. Abrams, Lindelof y el coguionista Carlton Cuse habían logrado arrancar una promesa de la cadena. Harían un final. Su final. En tres temporadas más. Ése sería el destino del viaje: mayo de 2010. Quizá con un estreno mundial en salas de cine. La isla comenzó a moverse en el espacio tiempo. Pero ellos tenían un plan.
"Conozco el final, y pienso que os retorcerá la mente. Va a desafiar vuestros engranajes creativos". El director, Jack Bender, viene de barro hasta las rodillas. Habla a ráfagas, como un rayo. En siete minutos se lo tragará la jungla. De vuelta al trabajo, a su destino. Cada uno tiene su papel en este tablero. Al pie del rodaje en las cataratas Manoa, dice: "Nadie despertará y todo habrá sido un sueño. Tampoco ocurrirá como en Los Soprano: de pronto, un fundido a negro. Pero será un final poderoso". En sus pantalones hay restos de pintura, aunque dice que todo aquel asunto de los cuadros, sus cuadros, fue uno de esos "errores felices" de Perdidos que los fans confundieron con una pista en la imagen congelada de su televisor. Luego aparece Jorge García, Hurley, con su lento caminar de oso y una inscripción en el antebrazo. La conversación se empantana una vez más en el surrealismo, cuando le preguntan qué le parece que su personaje sea el más abofeteado:
-Uau. No sabía que nadie llevara esa estadística.
-¿Es eso un spoiler en su brazo?
-Eh… ¡No! ¡No es nada!
-Y sobre los números 4 8 15 16 23 42…
-Creo que sabremos más sobre ellos.
-¿Podría explicar de qué va Perdidos?
-No tengo ni idea. Sólo soy un pequeño trozo de la tarta.
1 comentario:
Awe... Naveen extraña a Maggie y a Dominic :)
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